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¿Quién soy?

cuándo me di cuenta que era trans
Escrito por: Gonzalo Ray Duca (Ig: @muchachoanacronico)
Fotografías: Walter Quintero Asprilla (Ig: @darthzagato)

Muchas veces me preguntaron cuándo me di cuenta que era trans y esa es una pregunta que aún hoy, hace ya más de un año del comienzo de mi tratamiento de remplazo hormonal y de mi cambio registral, me cuesta responder sin problematizar.

Empiezo a escribir esta crónica mientras Debussy suena desde mi celular y me pregunto quién de todos mis yo (¿o es más acertado decir de todo mi yo?) será el autor.

Cuando pienso en mi infancia hay más de un recuerdo que podría servir como fundacional de mi masculinidad trans.

La incomodidad y el rechazo al nombre

Un tiempo antes de mi nacimiento, a mi madre la cautivó un nombre ruso.

Viví tres meses sin nombre legal y sin D.N.I. porque en el Registro Civil no se lo aceptaban.

Militó ese nombre para mí. Digo militó porque aún conservo el papel donde el consulado certifica que es un nombre real y comúnmente usado en Rusia.

Desde que aprendí a escribirlo en el Jardín de la Mancha, empecé a negarlo. Es un nombre corto y muy simple, pero extraño en este suelo. Siempre invitó a la repregunta, siempre llamó la atención y eso era algo que no aguantaba.

A los pocos años encontré un apodo, no recuerdo muy bien por qué ese y no otro, pero me acompañó el resto de mi infancia y preadolescencia: Tigre.

El fútbol en todo momento y lugar

Pocas cosas me dejó Miguel (mi progenitor) entre ellas un apellido que cargo pero no uso y la siguiente historia.

Me contó, hace ya mucho tiempo, que cuando tenía dos años me llevó a una juguetería y me dijo que eligiera lo que quisiera. Toda la juguetería para mí, podía tener cualquier cosa: yo agarré una pelota.

Por mi parte conservo un recuerdo que se me viene íntimo y diáfano: robo del canasto de la ropa sucia la camiseta de River que le habían regalado a mi hermano, me la pongo y con una sonrisa salgo rápido, cuando nadie me ve, y me voy a jugar a que soy Enzo Francescoli, a la casa de un amigo de la cuadra.

La camiseta era una que ahora es histórica. Tenía a Quilmes como sponsor y escuditos grises por toda la parte blanca. Este dato me dice que en ese momento yo debía tener, a lo sumo, cinco años (nací en el ’93, esa casaca es del ’96 y El Príncipe se retiró en el ‘98).

Los juguetes de preferencia

Recuerdo una Navidad haberle pedido a Papá Noel una colección de muñequitos de Dragón Ball Z. Mi madre, cuando escuchó mi pedido me dijo con total desinformación, que Papá Noel no me iba a traer esos muñequitos, porque esos eran juguetes para nene. En aquel entonces yo tenía seis o siete años, pero ya estaba acostumbrado a ese tipo de respuestas y a recibir muñecas por parte de Miguel, cada cumpleaños, día de la niñez (Del niño por esos años) o Navidad en que intentaba lavar sus culpas regalándome cosas que yo detestaba.

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La manera de vestir

Esa misma Navidad, mientras nos preparábamos para ir a celebrar a la casa de una tía, mi madre me puso un vestido que tenía un cuello con volado. Brotó en mí un llanto inconsolable.

Me veo, veo mis manos tan chicas como sentí que se volvió mi pecho en ese momento. Veo como agarro ese cuello entre lágrimas y grito que me incomoda, que me ahoga. Me siento disfrazado. No lo soporto.

 

Me enredo.

Releo todo lo que tipié hasta ahora para ver como sigo y me río al pensar que tengo un problema con el género de este texto.

Me pidieron una crónica pero no distingo muy bien si eso es lo que estoy escribiendo o si solo estoy enumerando recuerdos.

Gonzalo, ¿qué queres decir con eso de todo mi yo?

En la universidad aprobaste apenas un par de materias del CBC, no empieces a flashear tratado filosófico.

Concentrate en esto: ¿cuándo te diste cuenta que eras trans?

Vamos, sin problematizar.

Sigo.

 

Cuando pienso en mi infancia, me pienso en esos momentos, revivo esa angustia que me generaba el no ser considerado una nena normal  (no me salía ser de otra manera) pero sé que no podía pensar en ser una cosa distinta a la que me decían que era.

Entonces todo eso que me decían que no coincidía con el género que me habían asignado al nacer, era un problema de la sociedad y no mío. Todavía no podía entender que lo no coincidía era ese genero asignado e impuesto.

Considero que fui feminista, por necesidad, sin marco teórico.

Ahora, enunciándome hace tiempo en masculino, siendo legalmente Gonzalo, pienso en un meme que anda dando vueltas por las redes, donde un personaje de la película “Intensamente” lleva en los brazos muchas cápsulas que representan memorias y dice algo cómo “lo siento, estos recuerdos también se han vuelto trans”.

Sin embargo, no siento que haya en esos recuerdos, un momento puntual en que pueda decir “acá me di cuenta, acá cambió la cosa”. Es probable que esto tenga que ver con la falta de información, con no haber encontrado en ningún espacio un referente.

Reconozco, sí como algo puntual, el momento en que empecé a anular la a y toda vocal de los pronombres en la comunicación escrita. Fue el instante en que renuncié a mí último trabajo en relación de dependencia (hasta el día de hoy).

Siendo honesto debo decir que no fue la búsqueda de mi identidad de género lo que me llevó a eso -me refiero a la decisión de dejar mi puesto administrativo en el estudio jurídico contable-. Necesitaba dejar ese lugar que me consumía, para hacer algo que no padeciera y encontré la salida en la bicicleta porque pedalear fue algo que siempre, desde muy chico, desde que aprendí a hacerlo, amé y necesité.

Empecé a dedicarme a la mensajería en un emprendimiento enteramente autogestionado que decidí llamar Bicimensajería Ray.

Ahí me presenté ante toda persona que contrataba mi servicio, como Ray: unx bicimensajerx.

 

Hago acá una suerte de paréntesis porque hay un dato que no puedo dejar pasar: Ray es hoy mi segundo nombre.

No se pronuncia ni quiere decir lo mismo que el de Bradbury (por citar un tocayo, para ejemplificar), porque es un híbrido, un nombre único en su significado que casualmente se escribe igual. Mi Ray en la oralidad es rai  y no rei.

Me explico: como dije anteriormente, durante toda mi vida tuve conflicto con el nombre ruso que mi madre eligió para mí. Intenté ocultarlo de diferentes maneras pero nunca logré hacerlo del todo. En un momento, un grupo de amigues lo hizo devenir Ray.

No voy a escribir ese nombre, pero diré que ese Ray vendría a ser su apócope mal escrito.

Me sentí un poco más cómodo usando ese apodo que se escribía igual que un nombre atribuido a lo masculino y que en la oralidad no denotaba género alguno y lo adopté como propio.

Cuando hice el trámite para rectificar mi partida de nacimiento, decidí dejarlo como segundo porque entendí que me ayudó a llegar a este que soy hoy. Porque es una parte de mi.

Elijo abrazar la contradicción y aunque no lo nombre, aunque lo haya rechazado toda mi vida -y en la comunidad trans-travesti-nb se suela hacer referencia al nombre anterior como dead name- yo no puedo asegurar que ese nombre ruso esté muerto.

Cierro este falso paréntesis y sigo el viaje por mi memoria.

El resto ¿es literatura?

Me llegan sin aviso, ni orden cronológico, todas juntas, esas tardes que pasé frente a la máquina de escribir de Aba.

El personaje principal de todas las historias de astronautas, pianistas y arqueólogos que yo escribía, se llamaba Pablo.

Los años me han hecho desconfiar de las casualidades. No puedo disociar esa información del recuerdo de que era ese mismo nombre el que usaba cuando jugábamos a ser amigos con mi hermano y fue el mismo con el que me presenté, algunos años después, en la canchita, antes de jugar el primer partido con los pibes más grandes del barrio.

¿Qué quería contar cuando jugaba a escribir en la Olivetti portátil de mi abuela?

No es el nombre lo que ahora, mientras escribo, me resuena, sino pensar en Pablo como una posible construcción de un alter ego. Pensar en el relato como habilitante de una libertad que me permitió, sin saberlo, encarnar en alguien que todavía, en ese entonces, no podía ni imaginar.

Comprendo que mucho antes de pensarme hombre y poder reconocerme trans, me autopercibí escritor. ¿Pero es eso algo paralelo? ¿O podré encontrar mi existencia transmasculina en todo aquello que alguna vez escribí?

Esas preguntas me llevan, de manera arbitraria, hasta el año 2017, a mis veinticuatro años y un taller de dramaturgia.  El final de ese taller consistía en la escritura de una obra de teatro.  Mi proyecto llevó el nombre tentativo “Ley 26.743 – articulo 2”.

La obra empezaba con Ce, el personaje principal, de espadas, frente a la puerta de dos baños. Uno con el icono mundialmente asociado a la mujer (recuadrado en rosa) y el otro con el icono mundialmente asociado al hombre (recuadrado en azul). Ce era unx preadolescente asignado femenino al nacer que no sabía muy bien en cual de los dos quería entrar.

En un momento de la escritura no supe cómo seguir. La profesora me sugirió que indagara en los personajes. Armé cuadros, hice descripciones y escribí algunas preguntas en un cuaderno que reencontré el año pasado mientras tramitaba la rectificación de mi partida de nacimiento.

Transcribo dos de esas preguntas: ¿Ce es trans? ¿y vos?

Con esto me surgen nuevos interrogantes ¿es el escritor quien visibiliza en su relato al muchacho trans? ¿O es el muchacho trans quien le da letra al escritor?

 

Intuyo que es muy fina la línea que separa mi ser trans de mi ser escritor.

Como también lo debe ser la que separa a Ray, bicimensajerx autogestivo, de Gonzalo, el poeta cuyo primer libro (Animal de descarga) forma parte de una colección de poesía transmasculina y es editado por Puntos Suspensivos, una editorial independiente, militante, dirigida por dos varones trans.

 


¿Y no será también fina la línea que me separa de esa nena que no era normal?

Tal vez sí esta crónica se trate de cuál de todos mis yo escribe esto. Se trata de todo mi yo.

Mi identidad no puede resumirse solo en ser una masculinidad trans, mi identidad es vasta, única e infragmentable.

 

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